martes, 6 de octubre de 2009

Jaque a la vida.


Hoy desperté temprano. No podía conciliar el sueño. El tratamiento con hipnóticos no estaba dando el resultado deseado. Me duché con agua fría, y después de tomar una buena taza de café, salí de la casa. Eran las 4 de la madrugada; la ciudad dormía, todo estaba en silencio. Volvían a mi cabeza aquellos sonidos de violines, sonidos dulces, sonidos cautivadores de sentidos. Bella música para mi alma torturada.
La tenue luz de las farolas me liberaba de la oscuridad de la noche, pero dentro de mí, todo seguía en tinieblas. Intenté distraer mi mente con alguna canción, algún libro, alguna vivencia positiva, pero no, nada parecía tener sentido, el pensamiento bumerán me devolvía al tormento primitivo. Y seguí caminando; sin rumbo, como mi vida.
Después de recorrer un largo camino hacia ninguna parte, las luces de una cafetería llamaron mi atención. Miré el reloj, eran las 5:30 de la mañana. Quise entrar pero la puerta estaba cerrada, golpee levemente el cristal hasta que una mujer de mediana edad apareció.
Buenos días –dijo- Abrimos dentro de media hora. ¿No podría pasar y esperar dentro? Estoy cansado y necesito un café. La mujer me observó durante un instante, y confiada, me dejó entrar. De acuerdo. No habían pasado más de 15 minutos cuando de repente se oyó un estruendo de cristales rotos. Tres personas entraron precipitadamente y abordaron con violencia a la mujer. Portaban navajas y un bate de beisbol. Comenzaron a destrozarlo todo a la vez que uno de ellos gritaba: ¡El dinero, queremos todo el dinero! Me levanté, y hasta yo mismo, me vi sorprendido por mi decisión. ¡No les dé nada señora! Los tres miraron hacia el lugar de dónde procedía la voz. No me esperaban, ignoraban mi presencia y se desconcertaron. Uno de ellos, armado con una navaja de considerables dimensiones, se abalanzó sobre mí. Un certero puñetazo bastó. Cayó al suelo retorciéndose de dolor. Cuando llegó el segundo fue tarde. Noté el terrible impacto en mi espalda. El aire no llegaba a mis pulmones pero tenía que reaccionar. Desde el suelo, y como pude, cogí una silla y la estrellé en su rostro con saña, queriendo causarle el máximo dolor. El tercero salió corriendo de allí, tras él, casi a rastras, los otros dos.
La mujer se acercaba despacio, yo seguía de rodillas intentando recuperar el aliento, la miré, y estupefacto, vi como ponía el cañón de un revólver en mi pecho; pude oír el sonido de su dedo deslizándose por el gatillo. Y disparó; a quemarropa, con firmeza y decisión. Desde el suelo, empapado en sangre, observé como la mujer cogía un trozo de cristal y comenzaba a hacerse cortes por diversas partes de su cuerpo. Cerré los ojos y no volví a abrirlos…
… sobre la mesa de la cocina había un bote vacío de pastillas. Mi hija zarandeaba mi cuerpo inerte. Como de ultratumba, llegaban a mis oídos sus gritos, de mi hija primero, y de mi esposa instantes después. Más tarde, entre aullar de sirenas, me llevaron al hospital más cercano. No habíamos recorrido la mitad del trayecto cuando un coche se cruzó en nuestro camino. El impacto fue terrible. La ambulancia volcó, y con ella, la camilla dónde me encontraba. Mis ojos, que habían permanecido cerrados hasta ese momento, se abrieron lentamente. Mi esposa sangraba por la cabeza, pero a juzgar por sus continuos movimientos, no parecía demasiado grave. Los sanitarios, con las batas y el rostro manchados de sangre, tampoco parecían estar en peligro. Miré a mi entorno para intentar averiguar el lugar dónde nos encontrábamos. Giré la cabeza, lentamente, como si de una señal premonitoria se tratara, y así fue; un escalofrío paralizó mi cuerpo y mi mente. Allí estaba ella. Y la cafetería. La misma mujer y la misma cafetería de mi sueño. ¿Cuál era el sueño y cuál la realidad? No distinguir lo uno de otro me hacía mucho más débil, más vulnerable. Decidí desistir, las fuerzas se habían extinguido. Vivir o morir, en definitiva, era algo que ya no dependía de mí, era algo a lo que ya había renunciado.
Un fuerte olor a café recién hecho llegó a mi olfato, cerré los ojos y me volví a quedar dormido. Plácidamente. Deseé que esta vez fuera para siempre.

4 comentarios:

CharlyChip dijo...

La mente, ese camino a veces errado, otras acertado, que nos desconcierta como su espejo maleable, voluble, finito,... que trae de la mano la brujula incapaz a menudo de encontrar norte, particularmente cuando estamos llegando a la meta.

Interesante viaje por sus a menudo tortuosos caminos.

Un cordial saludo

Anónimo dijo...

¿Dónde la realidad, dónde el sueño?. La vida y la muerte, a fin de cuentas, no son más que líneas escritas con alguna tinta indeleble. El destino escribe sus caprichos como si de un juego se tratara (emulando a Luca de Tena, "recto, pero con renglones torcidos") Y nosotros, sus títeres, sólo podemos, como mucho, soñarlos (porque enderezarlo no siempre está en nuestras manos) ¿O no es así y podemos escapar al destino?...

Felicidades de nuevo por tu pluma


Psique

El peso de lo liviano dijo...

A CharlyChip: Muchas gracias, creo que la mente, insondable y con tortuosos y vericuetos caminos, nos brinda la oportunidad de fabular hasta límites insospechados. Como siempre; un saludo.

A la anónima Psique: Efectivamente, nadie sabe dónde la realidad ni dónde el sueño, dónde comienza lo uno o dónde termina lo otro, solo sé, que la vida del ser humano, en ocasiones, no está bajo su absoluto control.
Besos.

Amelia dijo...

NO me quiso entrar con la cuenta, ¡Qué le vamos a hacer!... pero me desempolvo del anonimato en un momento, jejeje

Besos.