viernes, 9 de octubre de 2009

Vidas...


Caminaba con dificultad; casi a trompicones. Ulises, desaseado, hambriento, aterido y desesperado, era un niño de ninguna parte con apenas 14 años. Se debatía entre el hambre, la enfermedad y la desidia generalizada de una sociedad que parecía no darse cuenta de su existencia. Menudo, tez morena, grandes ojos negros; un plebeyo oriundo de la indigencia. Cuando llegó a las inmediaciones de aquellos grandes almacenes se sentó en el suelo, colocó una caja de cartón y un cartel que pregonaba su único capital; su extrema pobreza. Cinco horas después, sin nada que llevarse a la boca, recogía el maná de la sociedad pudiente vertido en forma de limosna. Cinco monedas de 10 céntimos; diez céntimos por hora. Se dirigió a una panadería cercana, pero unas miradas exterminadoras le desaconsejaron acercarse al mostrador. Cansado y hambriento se abalanzó sobre uno de aquellos sugerentes panes y robó el más grande. Salió corriendo, pero alguien, aproximadamente de su misma edad, le zancadilleó, se tiró sobre él, y entre risas, le arrebató el cuantioso botín. Con la cara estampada en el frío suelo y el pie del apresador situado en su espalda, llegó un policía diligente, que ante la mirada indiferente de propios y extraños, se llevaba a Ulises a una comisaría cercana.
Ulises ya no sería nunca más un problema. Nuestra perfecta maquinaria judicial determinó su ingreso en un centro de menores. Nadie reclamaba al joven, y él se negaba a facilitar su identidad, entre otras cosas, porque ni siquiera sabía quién era. Total ¿Para qué? ¿Cambiaría algo reconocer que sus padres habían sido deportados a no se sabe dónde y que se encontraba solo en el mundo? Y allí permaneció hasta su mayoría de edad, una mayoría de edad predecible únicamente por revelación técnica. Cuando salió del centro lo primero que se le ocurrió fue llevar a cabo su plan concebido; el suicidio.
Quitarse la vida no es fácil. Necesitas un valor y fuerza extraordinarios. Pero lo intentó, sin éxito, pero lo intentó. Los días pasaban y él –muy a pesar suyo- seguía sobreviviendo. Ese hecho le hizo pensar. Cogió sus escasas pertenencias, las metió en el interior de un hatillo y comenzó a caminar campo a través, encomendando su suerte y su destino a la providencia humana. Los Dioses y los milagros vagaban en dirección distinta a la suya.
Aunque habían pasado meses de andar continuado hacia la esperanza, Ulises, poco a poco y paso a paso, se iba encontrando mejor. Hasta el momento, hambre y sed, eran calmadas por la generosidad de las huertas y los manantiales naturales que se encontraba a su paso. El campo se había convertido en su posada, pero él, que había vestido de luto a la soledad, sentía que su desdichada existencia se estaba convirtiendo en su peor aliado. Aquella noche, la oscuridad le sorprendió sin haber encontrado un refugio donde descansar. Tenía que localizar un lugar apropiado donde cobijarse de aquel frío helado. Quieto, observaba el destello de unas luces en lontananza y se sintió poderosamente atraído, se armó de valor y decidió acudir a su encuentro. Agazapado entre las sombras, se encontró con un pueblo pequeño de casas bajas y muy alejadas entre sí. Esa luz resplandeciente que había divisado a lo lejos ahora le parecía tenue y triste. Vio que detrás de una de las casas había un cobertizo que parecía abandonado, casi a rastras y evitando hacer el menor ruido, se dirigió hacia él. Preparó un jergón con un resto de paja y hojas secas y se recostó. El sueño y el cansancio hicieron el resto.
De madrugada unas voces desesperadas le alertaron. Gritos de dolor y llanto provenían del interior de la casa. Se incorporó, y raudo, acudió sin pensar en las consecuencias. Tras los cristales, dos ancianos, postrados por la enfermedad, intentaban evitar que aquella mujer sucumbiera a la soga que anidaba su cuello. Se armó de valor, golpeó la puerta hasta abrirla, buscó una mesa para colocarla junto al cuerpo, le cogió las piernas, y con su cuchillo, cortó de un tajo la gruesa cuerda. Cayó como un fardo sobre su hombro. Aún respiraba…
Los ancianos padecían el deterioro ignominioso que la edad les regalaba. Estaban sanos de mente pero condenados a un cuidado continuado. La mujer era su única hija, y su enajenación mental, algo terrible de admitir, estaba justificada. Aquella mujer abnegada, había demostrado hasta ese momento poseer una capacidad física ilimitada. Pero nada en la vida es perdurable. Las tareas domésticas, las agrícolas y ahora las económicas habían acabado por pudrirle el alma y el corazón. No podía más. Y se dejó vencer…
…el pelo de Ulises se había tornado del color de la plata. Sentado en su butaca, con un cigarrillo en los labios, miraba extasiado a su esposa. Ella hacía unos patucos de punto para su quinto nieto que estaba a punto de nacer. Ulises se levantó, se dirigió hacia ella y se colocó justo detrás. Con un suave gesto le quitó el pañuelo de seda que siempre cubría su cuello. Se agachó y besó cariñosamente aquellas cicatrices; unas cicatrices, que sin embargo, les habían devuelto a la vida.

El atardecer era un bello espectáculo pero Ulises prefirió seguir abrazando a su amada.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Ostras! me ratifico en mis afirmaciones: Siempre tienes el don de sorprenderme.

Acostumbrado a tu finales demoledores, esperaba un asesinato compasivo, o un incendio en el umbral de la felicidad recién estrenada, o... ¡Y vas y me dejas un cálido atardecer que no compite con la caricia de un abrazo eternizado entre los dos seres más desgraciados de la tierra!

¡Pues vale, tú tendrás el don de la sorpresa pero yo tenía razón en mis espectativas, mne ibas a sorprender! :D :D :D

Felicidades, compañero. Un abrazo,

Segis

José Antonio Fernández dijo...

Una prosa con una muy buena moraleja:La desesperación se cura, sólo hay que esperar que el destino haga su trabajo.
Un placer leerte.