lunes, 21 de septiembre de 2009

La niña.


Soplos de aire frío entraban por las innumerables rendijas de aquellas cuatro paredes. Una puerta mal encajada, una ventana tapada con cartones, una mesa destartalada, dos sillas con el cojín amarrado con una cuerda y un camastro con evidentes manchas de indignidad era todo lo que tenía; el ajuar idóneo para el más mísero de los hombres. Sobre un sillón, tapizado con papeles de periódico, descansaba mi única hija, tenía 6 años y su cuerpo, enmarañado entre una manta infesta, cubierto de llagas estigmatizadas con mi propio hierro candente, temblaba de frío, de hambre… o tal vez de miedo. Llevé mis manos al rostro y acallé como pude aquel terrible sollozo. Infelicidad, desesperanza y culpabilidad.
Las primeras luces del día mostraron un cielo sombrío y lluvioso y eso agravaba, aún más si cabe, mi única ocupación, la de limosnear por los alrededores. Mi aspecto, cada vez más repulsivo, combinaba perfectamente con mis ropas harapientas. Oí el despertar callado de mi hija, y noté que en cada aliento se le escapaba la vida. Sobre la mesa le esperaba un copioso desayuno consistente en la ingesta de un sorbo de leche maloliente y un par de galletas que habían sido convenientemente administradas. No había más; o comía eso, o elegía privarse del único alimento. Antes de salir de casa, al igual que hacía todos los días, deposité, en su bello rostro, el beso de la amargura.
Nadie sabe qué pasó aquélla noche. Todos los vecinos del asentamiento, al ruido estridente de las sirenas, salieron asombrados de sus moradas. Eran las 7 de la mañana cuando un numeroso dispositivo policial corría de un lado para otro intentando localizar la casa de Antonio, un indigente que vivía en compañía de una niña de 6 años. Cuando entraron se encontraron un espectáculo dantesco. La pequeña, entre vómitos, orín y heces, se debatía entre el frío y la fiebre. Su cuerpo esquelético carecía ya del más mínimo músculo o presencia de carne. La pequeña, al parecer, respondía al nombre de Carmen y había sido arrancada, de las propias manos de su madre, tal día como hoy, pero hace 3 años.
Antonio, su raptor, un hombre de apenas 50 años, hundido en la depresión, el caos y el abandono, sucumbió…

3 comentarios:

Amelia dijo...

Terrible la historia que nos trae. Terrible pero, desafortunadamente, más común de lo que pensamos. Denunciar hechos así, mediante cualquier medio -y la literatura es un medio perfecto- debería estar en nuestras conciencias. Gracias por desempolvar las miserias y dejarlas al desnudo, es la forma de no olvidar que esto está sucediendo, hoy y ahora, en demasiadas partes del mundo.

Un beso.

Anónimo dijo...

¡Bienreencontrado (Joer, qué palabros), compañero Peso_de_lo_liviano(según tú).! :D :D :D

¡Qué plecer, volver a verte (Bueno, a lerte)!

Veo que te prodigas, cada vez con más efecto, en esa literatura negra (pero negra, negra, negra :D :D) que deja los bellos feos (pero feos, feos, feos :D :D :D).

Gracias por compartir y removernos de nuestro confortable reposo, con tanto acierto.

Recibe un saludo,

Segis

El peso de lo liviano dijo...

A psique: Me encanta desempolvar (dicho esto sin doble intención, jajaja) Situaciones como esta, que sabemos reales aunque esta sea de ficción, tenemos que sacarlas a la luz, y si podemos, remediarlas. Muchas gracias; un beso.

A Segis: Gracias a tí por esos elogios que tanto merezco (jajaja) Es cierto que la "novela negra" está entre mis favoritas, como también lo es, que me gusta remover y removerme de nuestro cómodo reposo. Muchas gracias, espero estar aquí y hacerlo por mucho tiempo.